jueves, 26 de mayo de 2011

Lost in translation versión @retrechera

Me invitaron a escribir sobre mi experiencia en el extranjero y acepté complacida pero luego me descubrí procrastinando esa tarea. Me excusé a mí misma diciéndome que estaba muy ocupada porque estoy organizando mi matrimonio, criando a mi hijo de 14 años, atendiendo a mi novio y ayudándolo en lo que se me “permite” en el cuidado de su hija de 18 meses los pocos días que está en casa. En realidad, a pesar de lo ocupada que estoy, mi demora se debe más al miedo de enfrentarme a los sentimientos encontrados y la ambivalencia que me han generado esta experiencia.

Llegué a Francia en Agosto de 2009 para hacer el segundo año de una maestría en mercadeo. Confieso que la motivación real era querer vivir en Europa y alejarme un poco del mundo que conocía y de mis padres (a quienes amo inmensamente) que me seguían viendo como la hija adolescente que tuvo un bebé a los 17 años, a pesar de tener 30 y haberme ido de la casa desde el 2002.

Los primeros meses, mi hijo y yo estábamos felices, soñábamos con alargar nuestra estadía en Montpellier, todo nos parecía bonito y nuevo a pesar de haber estado varias veces en este país como turistas. Con el tiempo, nos acostumbramos a lo novedoso y llegó el vacío. Mi hijo no se sentía a gusto en un colegio público lleno de niños problema y yo desdeñaba del bajo nivel de la educación francesa. Mis compañeros de universidad rondaban en su mayoría los 22 años, era claro que no teníamos casi nada en común y que una colombiana que hablaba francés e inglés, que tenía ya una carrera y una especialización encima, les parecía una “sapa” porque mostraba interés en lo que estaba estudiando. Ante ellos sólo era una pedante, una sabelotodo, una vieja cansona. Yo, que siempre había sido el alma de la fiesta, la vieja alegre, simpática, llena de dichos y chistes, me había convertido en una mujer que ni yo misma reconocía y en un abrir y cerrar de ojos, había perdido mi esencia.

Colombia nos hacía cada vez más falta, en Francia no éramos más que unos inmigrantes más que vienen a aprovecharse del sistema, la gente es fría, la comida es cara y sin sabor, las fiestas aburridas, los domingos desoladores, sólo veíamos las cosas negativas. Para completar, en Junio de 2010, un grupo de magrebíes (5 tipos y 1 vieja) me cogieron a golpes, puños y patadas (delante de por lo menos 50 personas sin que nadie hiciera nada) porque no les quise dar un cigarrillo.

Me decía que había cometido un error, gastando todos mis ahorros de años de trabajo para venir a ser tratada como un culo a este país, cuando en Colombia lo tenía todo, pensaba en lo que hubiera pasado si hubiera usado esa plata para montar mi propia empresa o hacer alguna inversión. Me sentía culpable por mí y por mi hijo. Me deprimí al punto de no salir de mi casa, no comer, llorar todos los días durante horas. Mi hijo comenzaba a acoplarse al país pero verme así lo hacía sufrir inmensamente por mí y yo, me sentía aún más culpable, era un círculo vicioso del que sentía que no podía salir.

Pero no era capaz de tomar la decisión de irme, luego de terminar la maestría busqué quedarme un año más y me inscribí en otra formación, pensaba en que no debía desaprovechar la oportunidad de vivir en Europa y que tenía que adaptarme a los cambios y dejar de ser tan chillona, la ambivalencia me mataba.

Decidí que haría un último esfuerzo y que si definitivamente, nada mejoraba, me iría. Terminé con mi novio colombiano porque en parte eso no me dejaba estar acá del todo, era como si no me hubiera bajado del avión completamente. Descubrí que a los franceses les encantan las latinas y tuve muchos romances que, por lo menos, me sirvieron para subir la autoestima, divertirme y reactivar mi vida sexual (que siempre ha sido vital para mí y que había anulado completamente). Sonará idiota pero otra de las cosas que más me ayudó fue empezar a usar mi cuenta de twitter, a través de ella hacía catarsis, podía ser la mujer alegre y un tanto mal hablada que era, podía conectarme con mi país, podía saber qué estaba pasando allá, me entendían los chistes, el sarcasmo, el doble sentido, era magnífico. Luego llegó mi blog, #PornAlert, que al principio estaba dedicado a recoger los links a fotos sexuales que ponía en mi twitter, luego fue el nexo con un amante que vivía en otra ciudad y finalmente, se volvió un lugar para mí, para mis ideas, mis deseos, mis fantasías, siempre teniendo como hilo conductor, el sexo.

Gracias a ese blog y a twitter, conocí a un catalán que vive en Montpellier desde hace años y que me hizo ver la ciudad y el país con otros ojos, que entendía un poco mi proceso y que estaba ahí para apoyarme. Nos enamoramos perdidamente y nos vamos a casar, lo cual significa que me quedaré viviendo en este país, una decisión que a veces me asusta pero que al mismo tiempo me llena de ganas de luchar y no tirar la toalla.

De los momentos difíciles me quedan muchas lecciones valiosas, mucho crecimiento personal y un menisco fisurado que espero curar del todo con una cirugía de rodilla. Me estoy dando la oportunidad de perdonar a este país, de ver sus lados positivos, sus oportunidades, de hacer nuevos amigos, encontrarme un lugar y dejar de pensar que cometí un error al dejar la comodidad y la estabilidad que tenía en Colombia. Por lo menos está claro, que este país me permitió conocer al hombre de mi vida y eso vale todo el esfuerzo del mundo. Ahora mi sueño, es mostrarle a mi futuro esposo lo hermoso que es mi país, para que entienda el por qué de mi vacío inicial y que podamos viajar constantemente al lugar que me vio nacer y que amo profundamente. Mientras tanto, estoy construyendo una vida y una familia en este país.

lunes, 2 de mayo de 2011

Lost in translation versión @Jormanks

En mi vida pasan muchas cosas al revés. Mi madre con casi sesenta años preocupada por mi tensión; mi sobrino de seis años regalándome cosas porque sí. Todos escapando de su edad jugando un rol distinto, uno que no se ve bien con sus canas, con su inocencia. Yo en la mitad siendo testigo de todo y tratando de analizar las cosas sin lograr calmarme. Acudiendo a la razón para explicar eventos en mi vida y en mi comportamiento (y en mi alma y en mi cuerpo, o en uno de los dos, si se cree que el otro no existe). El otro día al llegar a casa luego de desgastarme en bancos, de soltar mi sueldo en lujos que todavía ando pagando sin haber disfrutado plenamente, me recibe el niño con una alcancía. Es una casita roja de esas de Davivienda. Es imposible que él, siendo tan pequeño, haya podido hacerme ese regalo sobre todo porque no sabe bien como funciona el dinero y mucho menos creo que sepa qué es ahorrar, o abrir una cuenta. Pero bueno, llegó con la alcancía y me puso contento. Le prometí llenarla con monedas de quinientos para luego comprarle un helado, un juguete, esas cosas que le sacan sonrisas y me hacen sonreír a mi también.


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La vida transcurre en términos de tiempo que no tienen nada que ver con los días. Sucesiones de horas que a la larga no significan nada: todos los martes son martes, todos los jueves son jueves, salvo casos extraordinarios ese orden abrumador de las cosas siguen repitiéndose y nosotros lo aceptamos. Fijamos plazos, unos por conveniencia como los pagos (se respira una vez al mes, o dos, dependiendo del contrato) o por su urgencia: vencimientos, fechas límites para presentar un trabajo, un proyecto, una meta, términos que dan un sentido de urgencia y saca a todo lo demás de lo ordinario. Ya no importa que día de la semana es, vivimos con números y hacemos cuentas para cumplir con esas citas inevitables. Falta una semana, faltan dos semanas, faltan quince días. Los sábados, increíblemente, siguen haciéndose notar aún todavía en estos tiempos.



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Recorro la ciudad de noche, cosa poco habitual en mi. Veo fantasmas, todos del pasado. Todos en un juego que pretende conservar sentimientos que ya han muerto en otras manos. Soy melancólico, lo sé. Lugares, sabores, olores, hasta horas del día evocan cosas que siguen empujando o, en el caso extremo que uno pueda llegar a sentir en cualquier momento, dan fuerza para que siga latiendo el corazón. Uno es su pasado. Es deber crearse uno bueno, uno bonito, y recordarlo de esa manera. Yo, la verdad, no lo logro todavía. A veces, por la noche, soy solamente un fantasma y nadie se da cuenta. Llegando a algunos sitios no puedo escapar de mi mismo y es caer en el error de querer de nuevo lo que ya no se tiene. La línea entre recordar a alguien a vivir de nuevo esa vida con ella se confunde y ahoga en el pecho. Quema.



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Este es el séptimo lugar en el que he trabajado. Es un segundo piso. Desde las escaleras por el pasillo hasta mi oficina doy siempre cuarenta pasos, lo que quiere decir que es un viaje de un minuto cuando llego tarde por la mañana o algo más, mucho más si vengo preocupado por algo. Lo curioso es que ando con más prisa si vengo pensando en cualquier cosa. Se vuelven veinte segundos, sin siquiera proponérmelo, como si la actividad de las piernas estimulara el cerebro, o al contrario.

Todos mis compañeros usan a diario audífonos intensamente una hora: se tapan los oídos, no escuchan nada, se concentran en la música o en no prestarle la atención a nadie. Yo los uso todo el día porque pienso que me llevan a otro lugar, o que la canción que suena en ese momento hace que todo parezca más interesante. O más lejano, tal vez. Me pierdo siempre y la gente confunde mi habilidad para ausentarme con sordera. No, no es que no escuche, es que no estoy aquí, ¿no lo ve?



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Mi madre deja de hacerme reproches porque es mamá, porque sabe que algo anda mal. Me mira de una manera muy extraña, trata de decirme cosas sin palabras: las mejores directas se las escuché a ella mientras hablaba de algo totalmente distinto. Se sienta en mi cama. Me lleva una manilla que trajo de Cartagena, le digo que luego la miro. Me muestra una cadena. Le doy las gracias y que luego escojo. En su otra mano un frasco de crema, me dice que le ayude porque se quemó muy feo la espalda. No le dice eso a nadie más, solamente a mi. Mientras le hago un masaje me va contando cosas, los pormenores del barrio, la nueva mascota de la vecina, que robaron a no se quién y yo por ahí en la calle debería cuidarme, que ayayay le duele la espalda, luego de un rato tapa el frasco y me dice que me acueste, que tengo que dormir bien. Se levanta y sale de la habitación sin cerrar la puerta. No hay problema, mamá, lo hago yo. Luego me quito el pantalón, saco todo lo de los bolsillos: llaves, billetes, billetera y un carnet. También monedas. Ni una sola es de quinientos. Tal vez mañana tenga suerte.