En mi vida pasan muchas cosas al revés. Mi madre con casi sesenta años preocupada por mi tensión; mi sobrino de seis años regalándome cosas porque sí. Todos escapando de su edad jugando un rol distinto, uno que no se ve bien con sus canas, con su inocencia. Yo en la mitad siendo testigo de todo y tratando de analizar las cosas sin lograr calmarme. Acudiendo a la razón para explicar eventos en mi vida y en mi comportamiento (y en mi alma y en mi cuerpo, o en uno de los dos, si se cree que el otro no existe). El otro día al llegar a casa luego de desgastarme en bancos, de soltar mi sueldo en lujos que todavía ando pagando sin haber disfrutado plenamente, me recibe el niño con una alcancía. Es una casita roja de esas de Davivienda. Es imposible que él, siendo tan pequeño, haya podido hacerme ese regalo sobre todo porque no sabe bien como funciona el dinero y mucho menos creo que sepa qué es ahorrar, o abrir una cuenta. Pero bueno, llegó con la alcancía y me puso contento. Le prometí llenarla con monedas de quinientos para luego comprarle un helado, un juguete, esas cosas que le sacan sonrisas y me hacen sonreír a mi también.
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La vida transcurre en términos de tiempo que no tienen nada que ver con los días. Sucesiones de horas que a la larga no significan nada: todos los martes son martes, todos los jueves son jueves, salvo casos extraordinarios ese orden abrumador de las cosas siguen repitiéndose y nosotros lo aceptamos. Fijamos plazos, unos por conveniencia como los pagos (se respira una vez al mes, o dos, dependiendo del contrato) o por su urgencia: vencimientos, fechas límites para presentar un trabajo, un proyecto, una meta, términos que dan un sentido de urgencia y saca a todo lo demás de lo ordinario. Ya no importa que día de la semana es, vivimos con números y hacemos cuentas para cumplir con esas citas inevitables. Falta una semana, faltan dos semanas, faltan quince días. Los sábados, increíblemente, siguen haciéndose notar aún todavía en estos tiempos.
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Recorro la ciudad de noche, cosa poco habitual en mi. Veo fantasmas, todos del pasado. Todos en un juego que pretende conservar sentimientos que ya han muerto en otras manos. Soy melancólico, lo sé. Lugares, sabores, olores, hasta horas del día evocan cosas que siguen empujando o, en el caso extremo que uno pueda llegar a sentir en cualquier momento, dan fuerza para que siga latiendo el corazón. Uno es su pasado. Es deber crearse uno bueno, uno bonito, y recordarlo de esa manera. Yo, la verdad, no lo logro todavía. A veces, por la noche, soy solamente un fantasma y nadie se da cuenta. Llegando a algunos sitios no puedo escapar de mi mismo y es caer en el error de querer de nuevo lo que ya no se tiene. La línea entre recordar a alguien a vivir de nuevo esa vida con ella se confunde y ahoga en el pecho. Quema.
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Este es el séptimo lugar en el que he trabajado. Es un segundo piso. Desde las escaleras por el pasillo hasta mi oficina doy siempre cuarenta pasos, lo que quiere decir que es un viaje de un minuto cuando llego tarde por la mañana o algo más, mucho más si vengo preocupado por algo. Lo curioso es que ando con más prisa si vengo pensando en cualquier cosa. Se vuelven veinte segundos, sin siquiera proponérmelo, como si la actividad de las piernas estimulara el cerebro, o al contrario.
Todos mis compañeros usan a diario audífonos intensamente una hora: se tapan los oídos, no escuchan nada, se concentran en la música o en no prestarle la atención a nadie. Yo los uso todo el día porque pienso que me llevan a otro lugar, o que la canción que suena en ese momento hace que todo parezca más interesante. O más lejano, tal vez. Me pierdo siempre y la gente confunde mi habilidad para ausentarme con sordera. No, no es que no escuche, es que no estoy aquí, ¿no lo ve?
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Mi madre deja de hacerme reproches porque es mamá, porque sabe que algo anda mal. Me mira de una manera muy extraña, trata de decirme cosas sin palabras: las mejores directas se las escuché a ella mientras hablaba de algo totalmente distinto. Se sienta en mi cama. Me lleva una manilla que trajo de Cartagena, le digo que luego la miro. Me muestra una cadena. Le doy las gracias y que luego escojo. En su otra mano un frasco de crema, me dice que le ayude porque se quemó muy feo la espalda. No le dice eso a nadie más, solamente a mi. Mientras le hago un masaje me va contando cosas, los pormenores del barrio, la nueva mascota de la vecina, que robaron a no se quién y yo por ahí en la calle debería cuidarme, que ayayay le duele la espalda, luego de un rato tapa el frasco y me dice que me acueste, que tengo que dormir bien. Se levanta y sale de la habitación sin cerrar la puerta. No hay problema, mamá, lo hago yo. Luego me quito el pantalón, saco todo lo de los bolsillos: llaves, billetes, billetera y un carnet. También monedas. Ni una sola es de quinientos. Tal vez mañana tenga suerte.
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